El sábado conocí a Luis Leguizamón. Antes de que me lo presentaran, antes de oírlo cantar como los dioses Maturana más tres o cuatro zambas y la Chacarera del diablo, sentado a la larga mesa salteña poblada (y rápidamente despoblada) de empanadas, carne y vino, lo reconocí. Lo saqué, como se dice. De sólo mirarle los ojos muy abiertos y separados, la boca generosa de dientes y la risotada, me dije: “Este, además de ser quien es sin necesidad de filiación alguna, es hijo del Cuchi”. Y lo era, claro.
En un demorado mediodía en que –contiguos, entreverados– se amuchaban tres generaciones de poetas y músicos de Salta, ladero de Leopoldo “Teuco” Castilla y coreuta espontáneo y generoso del Huayra, hermano del Teuco, Luis Leguizamón –antes y después de cantar– me dijo, tira de asado de por medio:
–Otros recuerdan el aniversario de la muerte de mi tata. Yo, desde hace mucho, festejo su cumpleaños. Es una fiesta, y nos juntamos a cantar.
Y ahí soltó otra vez la risotada. La misma atronadora y pantagruélica con que el doctor Gustavo Leguizamón, el soberano Cuchi, su literal chancho padre, dueño de todas las anécdotas, atronaba los ámbitos menos previstos para semejantes expansiones –el juzgado, el aula, la sala de conciertos– y subrayaba el reinado definitivo de la alegría, así en la tierra como en el piano.
Es que entre ayer y mañana se cumplen los años de la muerte y del nacimiento –uno elige, como dice Luis– de uno de los más grandes creadores de la música popular argentina y, sin duda, para mi gusto y el de muchos que más saben, el mayor en el campo de la composición folklórica, sobre todo en la riquísima área del noroeste.
El Cuchi Leguizamón nació en 1917, el 29 de septiembre (mañana), y murió en el 2000, el 27 de septiembre (ayer). Ida y vuelta en Salta, su casa. Casi no se movió de ahí, más allá de irse a estudiar abogacía a La Plata y andar por pocos y seleccionados lugares del mundo. El pesado piano, las rondas interminables con los amigos –sobre todo con el Barbudo, Manuel J. Castilla– y el simple amor a Salta lo encajaron en su tierra, más que el lastre de los vetustos expedientes a los que dedicó una chacarera descalificadora de la burocracia. Es famosa su definición tras el abandono de la abogacía: “Me cansé de vivir de la discordia humana; ahora vivo de la alegría que me produce la música”.
Compuso muchísimo, desde los cuarenta casi hasta el final. Tal vez muchos lectores no lo sepan, pero cuando silban distraídos o reconocen una melodía oída al pasar, están en territorio musical de Leguizamón: “Balderrama”, “Zamba de Lozano”, “Lloraré”, “Zamba soltera”, “La pomeña”, “Juan Panadero”, “La arenosa”, “Maturana”, “Zamba del pañuelo”, “Zamba del laurel”, “Si llega a ser tucumana”, tantas... Y le grabaron todos. Los de mi generación lo conocimos primero entreverado en el repertorio de monótonos e inexpresivos Chalchaleros y en el de los (a menudo) muy apurados Fronterizos. Después, con Mercedes Sosa y el Dúo Salteño, que él mismo se inventó a la medida de sus sueños armónicos, su música –y la poesía de Castilla y de Jaime Dávalos, compañeros inseparables– encontró intérpretes exactos y sensibles, hasta llegar a la penúltima Liliana Herrero, modelo terminado.
El registró poco, porque no se bajaba ante las exigencias discográficas, y si lo grabaron –por suerte– fue casi a sus espaldas. El hermoso En vivo en Europa, que este diario difundió hace cinco años, es un ejemplo de lo que hacía cuando se sentaba al piano, charlaba y tocaba casi en privado. La sensación ante el piano solo y la respiración que acompaña el fraseo es la misma que se tiene al escuchar a Monk o al Mono Villegas, pares monstruosos.
Que el Cuchi fuera admirador de Eric Satie o le gustara Stravinsky no lo enrareció. Porque sabía de coplas y de música popular como nadie. Absolutamente enraizado, fue un arcaico modernista según la definición de Monjeau, y en sus zambas metafísicas –si cabe nombrarlas así– siempre hay un “corazón de baguala” que lo aleja de cualquiera de las formas aboleradas al uso y abuso actual. Además, están el paisaje y los personajes que habitan sus zambas, pobladas de gente inolvidable, de historias a medias dichas e intuidas, a veces solo, la mayoría de las veces con Castilla. Todo el mundo sabe que a Eulogia Tapia la roban carnavaleando, que el panadero don Juan Riuera dejaba de noche la puerta abierta, que el problema es dónde iremos a parar si se apaga Balderrama, que –pobrecita– la Inesita, tiende ancho y duerme solita.
El sábado al mediodía, escuchando a / hablando con Luis Leguizamón, se instaló el Cuchi patriarcal pero sobre todo el socarrón, el sempiternamente jodón y antisolemne. Por la tarde, desde la perspectiva del San Bernardo que domina la ciudad empecinada en tejas rojas antiguas y modernas, las cúpulas de la Catedral, de San Francisco, de la Merced y de las Viñas, con sus antiguos carrillones, volvieron a evocar en el aire conmovido el mítico Concierto de campanas de 1962, en cuatro partes: carnavalito, chacarera, zamba y vidala, la más desmesurada creación del Cuchi.
Gustavo Leguizamón, que creía y demostraba que en el croar del rococo estaba toda la síncopa de la chacarera, que se propuso hacer música con las locomotoras –“ese instrumento musical maravilloso con dieciocho escapes de gas que son sonidos y un pito con el cual se pueden hacer maravillas, sin contar con su misma marcha”–, delirante lúcido, entra y sale hoy, entre ayer y mañana, de la equívoca memoria lineal de los años.
Ya lo había explicado: ... digo / que estos huesos están de viaje / hacia algún otro lado de las cosas / y que no tardará en alcanzarlos / mi corazón
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